lunes, 25 de julio de 2016

Por unos hilos de plata.


La luz desapareció de todas las habitaciones en el preciso momento que un estruendo me hizo estremecer. Permanecí rígida, de pie… Un rayo helado recorrió mi columna vertebral… Una columna que se me ocurrió quebrada en varios segmentos… 
Columna Frida Kalho, pero sin clavos. Con cemento. Un cemento que me impedía cualquier movimiento. Hormigón.
Yo llevaba una taza con té… Té con miel para “aclarar mi voz” afectada por un resfrío galopante.
Luego de un instante, mi cuerpo empezó a agitarse espasmódicamente, torpe. Pensé en ir por la luz de emergencia. A tientas busqué la mesa para abandonar por unos segundos mi taza. No estaba donde suponía, debía caminar. Arrastré los pies para no llevarla por delante si estaba en mi camino… no quería que mi té se derramara.
Calculé que había caminado bastante más que la longitud de mi comedor.
Empecé a inquietarme. “Tranquila” escuché…
Nadie podía darme consejos sobre mi comportamiento, estaba sola y tenía plena conciencia de ello.
Otra vez, “Tranquila”. El hielo de mi columna fue fuego. La taza comenzó a iluminarse en el preciso momento que apareció ella… Con vestido verde, amplio, vaporoso. Sus ojos, convertidos en luceros, iluminaron “mi espacio”.
Miré de soslayo, todo estaba en su lugar. Volví a mirar la taza… Ahora estaba vacía.
“Ella” se había sentado en mi sillón favorito, con sus brazos alados me señalaba unos hilos de plata colgados de mi cortina.
“Vamos, animate”.
Me dirigí hacia ellos. Luego de un testeo me tomé de uno y me deslicé lentamente por el balcón.
Casi sin darme cuenta me vi montada en un alazán de crines rojas… Rojo fuego, rojo sangre… Yo montada en pelo y el animal comenzó a galopar...
A su paso se encendían cientos de soles. Todo era brillo.
Alcé mi vista al cielo y allí estaba guiando mi destino la criatura de vestido verde, vaporoso…
No dudé al tomar las riendas… El camino era ese y sólo podía conducirme a la felicidad.

    Mi caballo,
    Salvador Dalí

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